TAXCO DE ALARCÓN. INVIERNO DE 1936
Mi nombre es Rosa Domínguez, de cuna humilde, a la que le tocó nacer bien y vivir mal, con una vitalidad que contradice una infancia y adolescencia de privaciones y sacrificios, sin quejarme del único futuro que tenía garantizado de nacimiento: vivir y morir en la misma cama, sin estudios y con los hijos que Dios tuviera a bien mandarme.
En cuanto amanece me deslizo por el pueblo. Con pasos firmes mis pies rozan el empedrado azul y blanco, tan terso por el desgaste del tiempo que un descuido significa una caída. La larga falda que resguarda mis tobillos me hace sentir segura y deja en libertad mis torneados y resistentes muslos, de barro pulido, delineados en las largas caminatas que en la infancia emprendí a las fuentes en busca de agua para la cocina y el aseo. A mis treinta y seis años conservo una silueta de sólidas formas, con un generoso cabello negro de tono de obsidiana, que al terminar de rodear mis hombros toma forma de lluvia para descender por mi espalda y correr cuesta abajo hasta traspasar mi cintura.
Mis padres aceptaron que este era su hogar sin importarles que era un lugar olvidado de la mano de Dios, en donde la existencia era corta, las penas largas y por generaciones se repetían las mismas historias. Mi salvación es perderme en ensoñaciones, haciendo a un lado lo que es para imaginar lo que puede ser, sin distraerme en lo aparente gracias a los ojos grandes y vivaces que heredé de mi madre, de un tono marrón avellanado que se oscurecen con el paso de las horas y observan cada detalle del horizonte como si no hubiera vivido siempre sumergida entre montañas, con ganas de admirar lo que muchos ni siquiera imaginan, hasta descubrir lo sencillo y lo oculto de un pueblo que para mí no puede guardar secretos.
Madre Santísima, me distraigo en mis pensamientos cuando debo acelerar el paso o llegaré tarde al mercado. Hoy es domingo, el mejor día, el del tianguis mayor, y debo dar gracias a Dios por haber nacido en este lunarcito de mi patria. Además de cumplir mis encargos, las ganas de amanecer temprano me nacen del gusto de acompañar a las calles cuando despiertan y se iluminan con las primeras luces del alba. Es una alegría verlas llenarse de colores y escuchar a los animales dar los buenos días. El premio para quienes madrugamos, anticipándonos al tañido de las campanas, es deleitarnos con el maravilloso desfile de las acémilas que se mueven cuesta abajo al encuentro del Camino Real.
A lo lejos parecen un gusanito de luz que avanza con ritmo y sin prisa, como las velas que se convierten en luciérnagas en las procesiones de Semana Santa. Son los comerciantes que se organizan a manera de un río que inunda las estrechas veredas mientras las mulas dejan tras de sí una melodía de cascos al rechinar contra el empedrado produciendo una fina lluvia de pequeños relámpagos. Su número crece sin parar y acuden de lugares lejanos aprovechando el buen momento que atraviesa el pueblo. Vienen de Cuernavaca, con granos y semillas; de Iguala con el maíz, la carne fresca y seca, mientras en la lengua de nuestros ancestros los indios de Chilapa y del Balsas ofrecen sus artesanías.
Sus mercaderías las protegen en tompiates, huacales, costales y cántaros para la leche y la crema, sin que falten los chiquihuites con quesos y las canas- tas repletas de flores, porque somos amantes de los colores y las fragancias que la naturaleza ha inventado. El mayor cuidado, aparte del que recibe la loza de barro, es para las verduras y frutas que pernoctan envueltas en raídas cobijas que les ahuyentan el frío y las protegen del lomo de las bestias, sin importar que a los arrieros y marchantes, expuestos a la madrugada, les rechinen las coyunturas y que los niños, titiritando por el fresco, ahoguen los calzones de manta.
Tengo unos minutos antes de llegar al mercado y hago una pausa a los pies de la fuente del convento para descansar la mirada en la cúpula de la iglesia mayor, la de Santa Prisca y San Sebastián. Sus azulejos de colorida talavera reproducen la luminosidad del amanecer y las demás parroquias la obedecen y brillan también. Se construyó en el único terreno plano que existía, sobre las ruinas de la humilde capilla original. Frente a ella, en la Plaza de Armas, a la que muchos ahora llaman el Zócalo, nos encontramos propios y extraños, conocidos y por conocer, mientras tomamos un poco de aire y gozamos de la tranquilidad y el placer de vivir en un rinconcito lleno de magia y color. En uno de sus costados se encuentra el mercado, el ombligo donde nace y se reproduce la vida. Está estrenando morada, sumergido en la barranca que siempre le estuvo reservada, a la que llegó en el momento exacto, antes de que los puestos se desbordaran en la Plaza de Armas.
Ya escucho los gritos de los vendedores que buscan acomodo; unos en el mismo sitio que por años han ocupado y los de menor antigüedad tratando de ganar un espacio de los pocos que quedan disponibles. Ante tantos ejemplos de vida me lleno de recuerdos y sonrío cuando mi memoria me insiste que los días de felicidad se han acumulado y he superado congojas y problemas que por años me acompañaron.
Recupero el paso. Debo anticiparme a que las recuas busquen descanso contra las paredes y los marchantes descarguen los tecolpetes para acomodar sus mercaderías en el suelo y queden indefensas frente a un enjambre de manos que se preparan para secuestrarlas. Los buenos productos vuelan y las mejores frutas y verduras, la carne jugosa van rumbo a los hoteles y a las mesas de las familias de apellido. Nuestra costumbre es consumir lo fresco, con las huellas de la tierra en la que nacieron, y desde que los gringos se hicieron presentes y nos superan al doble, los alimentos se agotan con rapidez.