Capítulo muestra, Dos Mares

EL DIVORCIO

Un canasto de flores abandonado
y nadie en las montañas en primavera. Masaoka Shiki

Pasamos casi tres años juntos, viviendo un matrimonio marcado por mis ausencias y su resignación hasta el día que se fue como había llegado, sin reclamos ni luto. Superado el divorcio y cicatrizada la herida superficial que dejó la separación del hombre con quien intenté reabrir el ala norte de mi corazón, busqué reestructurar mi vida; tenía claro que no había daños que reparar, que él me quiso con el alma y que yo nunca le amé con las tripas. 

Fue una unión tranquila, sin hijos ni disputas, sin discursos ni celos. Lo nuestro fue propio de compañeros de viaje y no de esposos. Nos centramos en compartir lecturas y escuchar música, en salir con amigos a cenar cada viernes para diluirnos sin fingir pláticas complejas ni enfrentar los diálogos de silencio que compartíamos el uno con el otro.

Desde que anuncié la inminente separación, mi familia me curtió en salmueras de abrazos y de besos, sin saber que lo que lloraba no era el fin del matrimonio que traté de imponerme para siempre, sino que revivía la pérdida del primer amor, el que no llegué a entender, porque no podía asimilar esa ausencia fuera de programa, y que me bañó de noches de insomnio. 

“El no nombrado jamás”, sí me quiso. De eso no tengo la menor duda, y las veces que lo expresó lo hizo a su manera, de a poquitos, repitiendo los roles de la única educación emocional que recibió y que no le dio para graduarse de primaria, mientras que en lo externo portaba doctorados en letras y autores del Romanticismo y hablaba como erudito de dramas universales, epopeyas sensuales y sonatas pasionales.

Siempre lo hizo de oído y sin partitura, pues jamás vivió en carne propia otra música que no fuera la que yo le regalé, cumpliendo a cabalidad la opinión del abuelo que se dolía de los que no quieren saber cómo funcionan los músculos del corazón afirmando que “El que no cree en el amor es un necio, y solo los necios dejan de creer en el amor”.

Yo lo quise sin recato ni medida, con el ánimo adolescente de la mujer que al traspasar la segunda década quiere sumergirse en el Jordán para bautizarse con nuevas sensaciones y descubrir las pasiones que la vida, las monjas Clarisas y mis propias limitaciones no me habían permitido explorar. 

Después vendría el desasosiego de la pérdida y el esfuerzo permanente para permanecer con mi marido, con unas ganas enormes de sortear la jetatura que abarcaba a algunas de las mujeres de su familia, tuvieran o no pecas de sol, pero que únicamente contagiaba a las que, invariablemente, como es mi caso, se resistían a conformarse con pasiones a medias. 

Eso fue lo que me aportó un matrimonio estable, respetuoso y cubierto de tradiciones como capas de betún de chocolate en pastel de aniversario. Todo a su tiempo, todo en su lugar y cada uno en su sitio fue la voz interna que se convirtió en nuestra guía. 

Acostumbrada a las montañas rusas de experiencias sin control, con mi terquedad de dar el paso en la dirección opuesta a la que me marca la cordura, vivir ese equilibrio me detuvo los ánimos de explorar la vida en pareja y me llevó a refugiarme en lo profesional a la espera de un milagro que hiciera que los viajes a ultramar regresaran la adrenalina a mi cuerpo. Y lo logré porque se volvieron frecuentes, lejanos y prolongados. 

Él jamás protestó ni pidió rendición de cuentas, porque a mi retorno lo compensaba con un poco del cariño que él desbordaba cuando me estrechaba entre sus brazos. 

El resultado fue que después de seis meses y ocho viajes, ya estaba nuevamente ataviada con mi ajuar y costumbres de soltera, con todo y álbum para sapos, y mis ausencias dejaron de ser una colección de postales y recuerdos que colgar en las paredes para convertirse en simples trofeos de un equivalente moderno del éxito profesional trashumante y solitario.

Cuando no pudimos resistir un nuevo año, le dimos la bendición a la pacífica conclusión del vínculo marital que se concretó en los juzgados al año de acordarlo de buena gana y mutua voluntad. No es que hubiera desacuerdos o luchas territoriales, tampoco pendientes monetarios ni compensaciones al tiempo invertido, simplemente no era trascendente, había viajes y compromisos y nos daba igual si la ley nos mantenía vinculados, lo importante era que nosotros nos sabíamos y sentíamos nuevamente libres de promesas y compromisos. 

Tan sencillo resultó que se pactó en dos breves sesiones en las que los abogados definieron entre ellos cuál era el mejor futuro para caminar por separado, y lo aceptamos porque no era momento de sostener la primera discusión si ya no compartíamos una alcoba común en la cual reconciliarnos.

     Lo que me dolió profundo y puso triste fue separarme del perro, y a él dejar atrás los enormes muebles que heredé de los abuelos, esos armarios inversamente proporcionales a mi estatura de niña, y que ya de adulta tampoco podía alcanzar en sus alturas a pesar del metro setenta de estatura que la vida me regaló. 

Para él, esos muebles con historia fueron la referencia que le hizo falta toda la vida, la que no le dio su familia, que olvidó trasmitirle el arte de coleccionar recuerdos por venir de una madre que sustituía casas y mobiliarios, según las temporadas y los arquitectos de moda que se acercaban en trenecito, uno siempre detrás del anterior, sabiendo de su holgura económica y manías versallescas de nuevos ricos. 

En cuanto salía el decorador que había ido a recoger su cheque, entraba otro de apellido francés o ruso llevando siempre a mano las revistas de moda y luciendo coloridos atuendos y sofisticados adornos propios de bailarina fuera de lugar, que por supuesto no lograban diluir el polvo de los barrios periférico de Madrid de donde en realidad provenían. 

Ese desfile de cenefas, cortinas y mobiliario de época solo le causó confusión, y la estabilidad que conoció conmigo fue la que le dejó mis recuerdos de infancia y la pasión de anticuario que le prodigaba a mis herencias. Dejárselos fue un imposible, son parte de mi historia, desde niña crecí pensando que las escaleras eran indispensables para asomarse al mundo y para descubrir qué escondían los roperos y armarios en sus azoteas.

Llegó el día en que hizo sus maletas como si fuera a un viaje corto de entre semana,  que a su retorno guardaría el equipaje en la bodega y colgaría los trajes en su mitad del armario. Sin mayores trámites se marchó diciendo que me seguiría queriendo de por vida y que su vida era yo, promesa que a la fecha cumple a cabalidad. Es el único amor incondicional que he conocido, porque sabe que entre mis limitaciones le quiero por lo que fue y por lo que quiso que yo fuera, y también por lo que no fuimos. 

Fue generoso en la despedida final al pie de la escalera del piso que compartimos en Valencia. Me miró con suavidad, estiró la mano y dijo adiós evitando restar méritos a mi poco esfuerzo; por el contrario, lo multiplicó diciendo que siempre supo que era una indomable y que midió mal sus fuerzas. Me besó en la frente y se deslizó a una nueva vida.

A los pocos meses de separarnos me lancé nuevamente en busca de refugio a la casa de playa. Esta vez la visita no la necesitaba por ninguno de los motivos previos ni tenía humedades contendidas en los párpados. Necesitaba un espacio dónde reparar las velas y calafatear mi vida antes de emprender una nueva travesía. 

No hizo falta el sauce llorón para enfrentar la decisión de la separación, que a esta altura del camino ya era un recuerdo de algo que simplemente no se dio: si algo nos evitó reclamos, fue aceptar que siempre fuimos conscientes de la distancia que mediaba entre su enamoramiento y mi estado de desilusión permanente. 

Por esa razón la fractura fue inevitable, y aunque nos empeñamos en ser un matrimonio perfecto, nacimos con cimientos de paja. 

No llevaba plan de estancia ni mucha ropa, así que lo mismo estaría de paso un día o los que fueran necesarios, pero menos de cinco. Pensé que ese lugar repleto de recuerdos gratos me haría desear, añorar la comodidad y adoptar la ilusión de que alguien te espera en casa aunque no vayas a llegar, y de ser así, jamás presentará reclamos ni levantará la voz. Te saludará con un buen día aunque llegues con semanas de retraso y justifiques nuevamente tu enorme incapacidad para avisar a los que esperan.

No me refiero a un nuevo amor en un hombre, sino a recuperar la cercanía con los míos, consciente de que al paso de los años construí fronteras de aparente indiferencia con mis padres, mi hermana y mis mejores amistades. 

Tuve que aceptar que no es lo mismo sentirse libre que estar sola y al garete, sin saber cómo derribar muros y tender puentes. Esa fue la razón de ir en busca de mi centro al único lugar donde podría hacerlo sin que nadie me interrumpiera.


Nada diferente encontré. La casa estaba limpia de imágenes y de aromas. No quedaban rastros de las visitas previas ni huellas de pendientes a pesar de que desde que me casé mi marido y yo la visitábamos con frecuencia.

La elegimos como refugio porque desde el primer día él se acomodó rápidamente a la quietud y silencio del lugar, y a mí me venía bien su diseño que se prestaba a que cada uno se exiliara en una esquina y, de noche, en invierno, compartiéramos conversaciones frente a la chimenea o en el pórtico y, si es que el frío arreciaba nos apretujábamos en busca de cariño.

Entre sus anchos muros me quedaría a descansar hasta lograr mi cometido para ajustar el alma al cuerpo. Dos días enteros dormí durante horas y en calma, conservando mi cuerpo en la mitad izquierda de la cama sin necesidad de amarrarme al colchón ahora que superé el riesgo de que la costumbre gane obligándome a deslizarme en busca de su calor para darle las gracias, pero no para hacerle el amor. 

La tercera noche todo cambió. Aprovechando que soñé profundamente con las tías y su piano, reconocí de inmediato el rastro que mis fantasmas dejaron entre mis cabellos, la ropa, los libros y mis dedos. 

No era de extrañarse. Por muchos kilómetros que viajara o alegrías que viviera, estaban ahí presentes, siempre fieles, a sol o sombra. Opté por ignorarlos, que al cabo eran viejos conocidos, y les di permiso de rondar libremente por las habitaciones del piso superior y el patio antes que ellos se acreditaran un nuevo triunfo y se hicieran con todas las habitaciones. 

Marqué territorio libre en mi recámara y en la cocina y con firmeza les prohibí acercarse al sauce llorón, ese es mi espacio personal y no lo comparto ni con los vivos ni con las ánimas, y mucho menos permitiría que mis fantasmas rondaran mi refugio. 

Aspiré su aroma característico y los conté uno a uno. “¿Están todos presentes?”, pregunté en voz alta para que supieran que los mantenía bajo vigilancia, hasta que caí en la cuenta que acudieron cinco, menos el fantasma del que “se fue sin avisar”. 

Mejor para mí, así no tendré que reclamarle nuevamente la valentía de haber sido tan cobarde. ¡Ya aparecerá, si es que se atreve!

De los presentes, el más alerta era el miedo, seguido por la desesperanza. La soledad nunca se integraba al grupo, pues sabía que su territorio era el mayor y no quería renunciar a un centímetro de lo ganado, así que permanecía agazapada junto a la chimenea. Después apareció la rebeldía y al último se presentó el dolor, un dolor de muchas vidas, antiguo, que me acompaña sin algarabías, pero haciendo daño desde el primer contacto y que jamás, nunca jamás, dijo de dónde venía y a quién obedecía. 

Esa noche, harta de cientos de tazas de té acompañadas por el triple de cigarros y ante el desorden con el que se desplazaban por todo el lugar, los convoqué junto a mi cama. Ahora ya tenía la fortaleza y la seguridad para hacerlo. Nunca los dejaría imponerse nuevamente. 

A cada uno le serví vino usando los pequeños vasos de vidrio de las velas que la abuela usaba para alumbrar los pasillos en ausencia de energía eléctrica, los que acumulaba en la alacena para que los menores pudieran acompañar los brindis con un poco de rompope o sidra para recuperar las fuerzas y seguir trotando como caballos salvajes en la temporada en que las grandes fiestas no amainaban después de que llegara el amanecer. 

Los llamé por su nombre y les indiqué su sitio. A mi derecha el miedo y la desesperanza, juntas porque además de complementarse se entienden bien y aparecen tomadas de las manos en horas inesperadas; las dos comparten la personalidad de adolescentes. Siempre impacientes me despiertan de madrugada o al mediodía me roban el apetito con pequeños toquidos en el corazón. 

La soledad no necesita de un sitio establecido, lo llena todo, se mueve con libertad a pesar de mis intentos de amansarla. Al dolor lo dejé al final, porque no sé cómo confrontarlo para lograr domesticarlo o, al menos, proponerle hacer las paces, y mejor prefiero ignorarlo, igual que he hecho durante años. 

Por último, la rebeldía se acomodó a mis pies, retándome, segura de que no sería capaz de someterla.

Aclaré la voz, bebí un sorbo de vino, escudriñé el salón para serenar mis manos y la arteria de mi cuello dejara de galopar desbocada. Si percibían inseguridad o temor, se abalanzarían sobre mí y a saber cuánto tiempo pasaría antes de que pudiera reunirlas nuevamente para ponerlas en su lugar.

 Tomé una gran rebanada del aire fresco que entraba por la ventana y solté el exhorto:

Los he reunido en esta casa, que es refugio y terreno neutral para los que necesitan llorar y los que desean compartir las risas que se han quedado entre sus muros y las tejas. Hoy será también un templo de reconciliación para nosotros. 

Hemos coexistido, o debo decir que ustedes me han invadido desde siempre y algunos, como la rebeldía, desde antes de tener conciencia y tomar mi primera bocanada de aire fresco. 

Sé que todos tienen una razón de existir y una función que cumplir,  y reconozco que lo han hecho cabalmente, a pesar y en contra mía; no puedo negar que también he puesto mi mejor esfuerzo para facilitarles la tarea cuando me abandono y desespero, y les permito que dicten mi camino y asuman decisiones que de otra manera, mejor dicho, en otro estado, jamás permitiría.

Acepto en libertad total que son parte mía y que sin ustedes no puedo ser lo que soy ni lo que quiero ser. Los acepto como son, pero es momento de decisiones

Lo primero es que a partir de esta noche no podrán emerger sin anunciarse previamente y nunca dos estarán a mi lado al mismo tiempo, los demás deberán esperar su turno. 

Quedan prohibidas las visitas de madrugada, al menos en las horas pares mientras hago las paces con el sueño y los recuerdos me acompañan. 

En presencia de terceros, y sobre todo si hablo de amor o de futuro no podrán intervenir ni sembrar otras dudas que no sean las que yo misma he cultivado con tal esmero que de ahí se nutren ustedes cada mañana. 

Les prometo que mientras se cumplan las reglas no he de someterlos a la tortura inquisitiva de terapeutas o extraños, y siempre tendrán derecho a réplica, pero sin pataleos. Se me ha cansado el cerebro de escucharlas machacarme con culpas y reclamos cuando me rebelo y los lleno de incertidumbre.

Estas son las nuevas reglas y únicamente cumpliéndolas podremos coexistir pacíficamente. No tengo deseos de ignorarlos ni quiero deportarlos, pero orden que no se cumple, general que se degrada, así que asumo plenamente la responsabilidad de dirigir mi vida como mejor me dé la gana, o al menos, lo mejor que lo pueda hacer.

Ahora son las dos de la mañana, hora par, y deben marcharse.

A la mañana siguiente, antes de las seis de la mañana, me enfundé los jeans de aventura y por primera vez me cubrí con el abrigo que me regaló la abuela la noche que lloré a mares. Vi el horizonte y decidí marchar, pero antes quería beber un té de manzanilla en compañía del sauce llorón que a esa hora se asea con el rocío de la mañana y la bruma que nace del mar. Le comenté mis decisiones y le pedí su apoyo, segura de que a la distancia me haría falta. El sauce agitó dos ramas y sus hojas silbaron al compás de la brisa marina. Era un claro sí, que me reconfortó.

El que “se fue sin avisar” no apareció. Seguramente se escondió en el patio trasero, pues no quería ser exorcizado, empeñado en que le faltaban muchos años de ronda y decidido a impedir que nuevamente alguien tocara las esquinas de mi corazón donde él habita. No le di mayor importancia convencida de que tomó nota al menos de las instrucciones de no aparecer en horas pares.

Si lo cumplía estaríamos bien, pues en mi cabeza no había espacio para pensar en enamorarme ni poco ni mucho, simplemente estaría a la expectativa de mantener la pesca de sapos para dejarlos en libertad cuando ya me hubiera cansado de su presencia. 

En dos minutos empaqué para marchar de regreso a casa, convencida de que no habría vivienda que me aguantara doce meses de estancia antes de ser sustituida por otra, en un pueblo más distante, para vivir en paz, sin buscar el cauce de amor que se secó desde que él se fue.

Carrito de compra