En los años que siguieron a su muerte, el reto mayor fue esconder la figura que esculpí en las clases de ballet y las redondas formas que surgían ante los torrentes de hormonas que circulaban por mi cuerpo y que nadie, ni las monjas, fueron capaces de contener a pesar de los diques de letanías y lecciones de virtud, de la ropa entallada y obligarme a esconder bajo ropajes el torneado natural del desarrollo.
Adopté también la decisión de no cabalgar la mansa yegua que me hizo sentir escalofríos por todo el cuerpo y ya no tuve sueños de nuevos príncipes y castillos desde que desapareció la mano firme del abuelo que me acompañaba para perfeccionar el arte de cabalgar en círculos. Fue mi manera de ser congruente y, desde que cerró los ojos, me vestí de tristeza con el mismo traje de desilusión que después tendría que reestrenar ante una nueva pérdida.
Hoy lamento lo distraída que me volví y las penas que acumulé en silencio, hasta que de tantas me di cuenta de que empecé a cargar el cajón izquierdo con dolores y el derecho se me quedó enflaquecido, carente de ilusiones.
Abandoné la disciplina de poner en la repisa de lo permanente sus consejos, enterré sus palabras tan profundamente que olvidé ponerlas en práctica, y ahí fue donde mi rumbo se torció y empecé a vagar por la vida, como la tía del preescolar, pero sin el piano a cuestas y con hombres sin rostro que sustituyeron las fiestas y ceremonias que ella alegraba.
Pintura por: Sergio Martinez
Estudio – Pequeña bailarina II
óleo sobre tela de 100×100 cm. 2013