Un día de tantos, la monja pasó a mi pupitre y asfixió una letra con la yema del dedo índice; yo no entendí que me indicaba que leyera en voz alta la palabra o la frase que seguía, y pensando que era una prueba de adivinanza, entrecerré los ojos con mucha fuerza tratando de adivinar las letras que se escondían debajo de ese dedo largo y puntiagudo, lo que me mereció, además de múltiples calificaciones reprobatorias, ser tachada con el título de poseedora del síndrome de lento aprendizaje.
El errado diagnóstico acrecentó mis ganas de leer con tanta urgencia que a la hora de apagar la luz de la recámara me escondía debajo de la sábana con una lamparita a pilas y seguía deleitándome con las hileras de palabras que brotaban de algún libro. En esas jornadas nocturnas me nació la hipermetropía acentuada que a los veinticinco años quisieron corregir a bisturí, a lo que me negué prefiriendo usar gafas para lucir como ejecutiva del magacín semanal.