La asociación de ideas que nació después del primer encuentro a treinta mil pies de altura y del desencuentro en España. Fue en automático: mujeres y fantasmas son similares. Caminan en paralelo y responden al llamado nocturno cuando los extrañamos, nos invade el deseo de estar junto a ellos y repetimos su nombre como un mantra para recordar el tiempo que pasamos juntos, lo mismo que las épocas que la distancia nos desunió.
A mujeres y fantasmas les gustan las flores y que soñemos con ellos; que nos desbordemos en las ansias de darles buenas nuevas e, incluso, compartir momentos de quiebres y problemas. Las velas y el incienso son el faro que les confirma que los echamos de menos y los invitamos a cerrar los ojos para acompañarnos en abrazos a cuatro manos. Imprevisibles en su esencia, gustan de aparecer de improviso y sin previa cita.
Lo hacen casi siempre de madrugada, cuando estamos desnudos del alma y sin defensas en el cuerpo; y aprovechan que entonces somos sensibles y retiramos las sábanas para que se acomoden junto a nosotros, lo más pegaditos posible, sin preguntarles la razón de su presencia ni la duración de la misma, que casi siempre acaba antes de que rompa la madrugada, y nos abandonen para que el doble frío de su ausencia mezclada con un nuevo amanecer solitario nos invada con toda impunidad.