A temprana hora, al cruzar por debajo de la arquería del acueducto de la Hacienda de El Chorrillo, distingo las primeras construcciones de adobe. Lo siguiente es traspasar la Garita Real que sirvió durante la época virreinal para revisar los carruajes y anotar qué entraba y qué salía para recaudar el pago de derechos. Frente a mí, entre cerros pequeños, medianos y grandes, se distribuyen pocas casas y numerosos solares vacíos. A vista de pájaro me recuerdan los reportes que rindieron al arzobispado los curas que me antecedieron siglos atrás. Se quejaron amargamente de lo abrupto del terreno, y del barrio de Cacayotla, situado junto a la plaza mayor, anotando que tiene “una cuesta muy áspera y trabajosa, a cuya causa les confesamos y administramos los santos sacramentos con mucha dificultad, y por este inconveniente no son castigadas muchas borracheras y otros vicios que hay entre ellos”.