Fragmento del libro: “Dos mares”. I TÁNGER, MARRUECOS, UN FARO DE VIDA

Me arriesgo a pedir la quinta taza de té de menta mientras alejo la cajetilla de cigarrillos que me reta a que la abandone, cuando bien sabe que hasta hoy siempre ha ganado las batallas, y solo atino a jugar con ella entre los dedos mientras garrapateo en cualquier hoja suelta que invariablemente perderé en un cambio de pantalón. Tánger amaneció más fresco que otros días, más pausado que otros años, o quizás simplemente estoy distante a todo y a todos. Esa emoción del desfile de turistas luciendo menos tela y un extra de piel por centímetro cuadrado ya no me causa la misma emoción ni me divierte como antes.

—Su té, señor— interrumpe el mesero mi conversa interna mientras retira el cenicero vació de decisión y desbordado del fracaso de no renunciar al cigarrillo por muchos tratamientos, recetas y conjuros que he recopilado en los últimos treinta años. 

—Tenemos un exquisito pastel de dátil— insiste.

Lo ignoro y regreso a mi soliloquio imaginando encontrarme contigo.

No preguntes cómo ni cuándo he detenido este rebotar de ciudad en ciudad y de un país a otro, de hecho, de un continente a otro. Cruzar el Atlántico ha sido un acto de sobrevivencia básica para no morir entre las ruinas y los restos de mi último naufragio, el de a de veras, el que acabó con ladrillos y recuerdos, el que ahogo la mirada del “sí puedo” y me alejo del faro que eres en mi existencia. 

Porque solo tú, mi jabalí que sabe de esquinas y rincones, de la necesidad de resguardarse en el silencio y alejarse de las miradas y preguntas evidentes, puede entenderme sin desatar una Intifada emocional que conlleve la fractura, la necesidad de escabullirse en pleno de la noche, sin notas explicativas ni tesis del cuándo regresaré. 

Nadie mejor que tú sabe que hay momentos en que los rezos no bastan, que los escapularios se desdibujan y que se cansan las lágrimas de jugar al tobogán en las mejillas. Sabes que las crisis, las grandes crisis, son así, violentamente estúpidas y radicalmente perversas.

No hay espacio para la compasión ni para la generosidad con el derrotado, porque no sabemos ser indulgentes con nosotros mismos, porque yo no lo sé y tú, con tu aguda precisión de cocinera, me lo recuerdas en la disección acuciosa de los temas, con tal habilidad que no queda justificación alguna que sirva de parapeto a lo que sé es verdad, pero que en tus labios de Druida, de roble milenario, se vuelven meteoros que me lapidan como hereje. 

No, no es reclamo, jamás lo será; no me atrevería a perder el rumbo y la seguridad que marca tu faro en mi vida, solo tomé una licencia no pactada y escapé. 

Son dos meses ya desde que decidí desaparecer sin otro equipaje que la certeza de la derrota, la mayor, la que surgió desde los cimientos para elevarse hasta la mirada, ensanchando esas ojeras obscuras y densas que herede de la abuela, las que atribuía a las desgracias y desamores acumulados en la rama femenil de la familia y que yo, imberbe como siempre, atribuí a alguna herencia mora, a genes extraviados en la genealogía familiar que aún nadie escribió, pero que le daban un carácter sólido y prometedor a las aventuras imaginarias de un Sandokan berebere.  

Muchos años para decidirme partir a la búsqueda genética de las raíces, para descubrir el porqué de la tez de aceituna y la creciente inclinación por el reencuentro con el origen Al-Andalus que aparece insistentemente en mis recuerdos, y que, como yo, se debate entre orígenes múltiples, sin certezas, pero con orgullo y sobre todo, con esa casual explicación que le diera el abuelo al decirme que era heredero de los Vándalos o de la Atlántida, lo que explicaba de manera definitiva mi propensión bipolar a columpiarme entre la ensoñación y las rupturas. 

De siempre me ganó la pasión por los zocos en los que me disfrazo de cualquier cosa y me integro de manera natural a su ambiente de fiesta, de gritos, de negociaciones tórridas e ilegales, lo mismo que al regateo por costumbre, por abrir conversa y conocer al que vende y al que compra, al que mira con ansia y a quien sabe llenarse el alma de las cascadas de colores que no caben en el arcoíris; de aromas y esencias inconfundibles, aunque resulten de las mezclas más extrañas y complejas. 

Da lo mismo que sea un zoco del mediterráneo que el mercado central de Managua, o los puestos callejeros que, fieles a su etnicidad histórica, se acomodan en desorden en cualquier pueblo del México que me dio una casa, mi nagual y mi refugio. 

A partir de entonces han sido años de búsqueda, de rastrear en almanaques y en tratados de heráldica el origen genealógico, la pista que me permitiera salvar la interrogante del origen. Nada. No encontré nada. Con estos apellidos multiplicados exponencialmente hasta completar casi dos tercios de la guía telefónica no había mucho que encontrar y sí mucho que perder, empezando por el tiempo y la paciencia. 

Por eso es que el recuento familiar no alcanzó nunca el grado de árbol genealógico y se quedó a nivel de plántula, dado el origen expósito de los abuelos maternos y el olvido con el que la rama paterna cubrió su larga caminata cuesta abajo en la escala social de la época.

Hasta que un día, como casi todo en la vida, la respuesta llego de golpe, sin esfuerzo y sorprendiendo cualquier capacidad de asombro.

— Tu origen es mediterráneo, probablemente de la región del Líbano. De una rama sefardita que emigró a golpe de represiones hacia Francia y de ahí al Cantábrico para saltar finalmente a la Nueva España. No busques más, no hay registros ni datos precisos que perseguir. Eres parte de esas avalanchas humanas que buscan sueños ante lo estéril de su propio territorio, que corren para salvar la mala vida, pero suya al fin, o que simplemente se embarcan porque su propia tierra no los reconoce como hijos.

Todo esto lo dijo en la víspera de una dura jornada electoral que debía compartir como observador ciudadano con Enrique, de origen Libanés, acreditado consularmente pero no emocionalmente hasta que cruzó el mar, se metió al valle de Bekaa, vadeo grandes ríos y corrió pacientemente, tocando de puerta en puerta, entre sembradíos y ovejas, hasta abrazar a primos desconocidos, enormes tías que bien podrían ser modelos de almanaques culinarios y a una fila interminable de parientes de todas las graduaciones posibles. 

Lo que sí resolvió fue la incertidumbre de “quién sabe de donde soy”, pero ahora sé cómo llegué a ser. 

Tu bien sabes que no hay nada que me salve del naufragio, ni hace falta pertenencia alguna para sobrevivir en el destierro cuando deriva del fracaso. Al menos el exiliado “normal”, el que corre por su vida, encuentra eco en la otredad para no perder su identidad y sus recuerdos. 

Él no borra, remarca y amplifica los recuerdos para que la ausencia sea menos dolorosa y el regreso alegre. No es mi caso. Hace años, en Bogotá, antes de que entrara el ansia histórica de revivir el bautismo urbano y regresarle el título de Santa Fe, que para el caso y dado el extravió de sus tejados rojos, perdió todo sentido, y me encontré con lo que algún precursor del grafiti existencial expreso con contundencia en las paredes del Hotel Tequendama “Perdimos la esperanza. Ahora sí, perdimos todo”. 

Mi jabalí, sé que estarás de acuerdo. Abandonarse no es lo mismo que rendirse, quien claudica aspira a la revancha, quien se abandona solo busca el olvido.

Necesite cuatro décadas para perder el astrolabio y las cartas de navegación, decisión que me han llevado al abandono, temporal, espero, aunque lo que menos cuenta es el presente y lo más ausente es lo futuro, porque sabes bien que la cobardía que acompaña a lo absoluto me congela y no soy capaz de disfrazarme de fantasma. En tan corto tiempo perdí toda referencia de viaje. ¿En dónde quedo lo colectivo?, ahora no somos más que una simple sumatoria de individuos. 

¿Adónde se fueron los ideales que nunca tuvieron destino de concretos? Qué pasó con el amor bobalicón e idealizado, incierto, pero intenso y generoso en sueños y sonrisas, del decir compañera en el sentido más político y sensual, y no hablar de la “compañera” refiriéndote al maniquí que te acompaña en tu cama de vez en vez o de manera permanente, todo con tal de no usar los términos ñoños de novia, amante, esposa. 

Que fue del mí y el “nosotros” en su sentido más amplio y solidario, el de los vecinos permanentes de marchas y protestas, de quimeras y debates ideológicos, cuyo único argumento válido era el de los decibeles acumulados en su presentación. Qué fue del valor pentafásico de amanecer trotskista, proclamarse maoísta para el almuerzo, convertirse el leninismo a media tarde en plena asamblea campesina, y más tarde, instalados en un cafetín de medio pelo, reverenciar la libertaria resistencia de Ho Chi Minh y el pueblo Vietnamita, sin sufrir convulsiones ideológicas y teniendo como fondo escenográfico el campus universitario.

Total, todo apuntaba más o menos al mismo rumbo: la dictadura de las colectividades dirigidas por el proletariado de las intelectualidades, y uno que otro burgués converso que sabía de finanzas y fórmulas económicas por sí, y solo por si la estructura se tambaleaba y fuera necesario recurrir a las recetas ortodoxas de la economía clásica de mercado en lo que en el resto del planeta se construía la dictadura del proletariado y la sumisión del campesinado, con el cual, seamos críticos, nadie aporto nunca una solución efectiva que no fuera su extinción gradual y permanente. 

Recuerdo en particular la rebeldía de los anarquistas, su búsqueda de la diversidad, que a pesar de sus anhelos nunca fue muy variada. Basta visualizar cualquier asamblea clandestina para saber que compartían la marca del sello de agua grabada en la vestimenta, en el gesto, en los argumentos incendiarios y en la figura de bomberos que no dejan que el fuego se extienda a nivel de incontrolable, que el caos es bueno siempre y cuando no violente la cotidianidad de la protesta. Creo que un gran mérito es que fueron antecesores de los “emos” que, como expresiones únicas e individualizadas, se congregan a compartir las lágrimas y la ceguera que nace de sus flecos, asumiéndose como diversos y plurales, aunque se les identifique a una milla de distancia. 

Lo que para el “emo” es la tristeza como punto de llegada, para la izquierda lo era la esperanza en la revolución social y libertaria.

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