EL TROVADOR
La noticia corre por la ciudad y se despierta una sincera simpatía por ver en el escenario a un puñado de jóvenes ejecutando una obra de tan enorme complejidad. Lo que sobran son voluntarios para lo que haga falta: vender boletos, recibir a los asistentes en el vestíbulo o colectar donativos. Los Mosso ofrecen el escenario de manera gratuita y fijan la taquilla al mismo nivel que en las funciones de una compañía acreditada, en tanto que el ayuntamiento exenta el costo de la licencia y se compromete a cubrir el gasto del alumbrado de la sala. El tiempo apremia, y sin la oportunidad de realizar suficientes ensayos es necesario que los jóvenes le pierdan el miedo a ese magnífico recinto que los intimida. Tienen que sentir la duela, aprender las marcas, medir tiempos. Para don Agustín todo se reduce a una frase: “¡Ni la academia ni sus alumnos deben quedar en mal!”.
Lo que nadie previó fue que en los ensayos se registrara una asistencia des- bordada que se encarga de difundir que la señorita Peralta es un portento, que su voz no tiene igual, y son muchos los que quieren escucharla. No solo quienes poseen palcos o han conseguido boleto presencian los ensayos, con habilidad se cuelan curiosos que rebasan los controles. Es tanto el barullo que alumnos y músicos se distraen, de modo que se decide prohibir la entrada. A puerta cerrada queda seguir las reseñas que exaltan la vocalización, el juego de garganta y la acción dramática de la señorita Peralta, así como la dulcísima voz de la señorita Ángela González. De mucha ayuda resulta la labor de los diarios:
“Se celebra lo caritativo de la idea que lleva al dar esta función, y que no es otra que destinar sus productos a los pobres de esta capital, cuyo guarismo es inmenso y cuya situación es desdichadísima en las presentes terribles circunstancias en que los horrores de la guerra traen el acompañamiento forzoso de la escasez y de la miseria”. Lo otro que se informa es que el “distinguido poeta D. José Zorrilla leerá dos composiciones suyas en los entreactos. Sabido es que nadie lee versos como el autor de Los cantos del trovador y de las Vigilias del estío, por lo que su presencia significa un atractivo extra”.
El 16 de julio, dos días antes de la presentación, Manuel devora el ejemplar de La Sociedad que comenta:
“En todo México no se habla sino de la representación lírica de El trovador de Verdi, que tendrá lugar en el Teatro Nacional en la noche del miércoles próximo. Dicha representación será ejecutada por aficionados, que, a juzgar por los ensayos, no harán que se eche de menos a los maestros”.
Quiere que Josefa lo lea, no darle un resumen. Jamás la ha visto tan emociona- da. Por supuesto que acudirán sus amigos, en especial el gordo Infante que hará “bola” con su mujer e hijos que aumentan año con año. Con orgullo coloca un ejemplar a la vista para que todos se enteren de que su apellido tiene un espacio destacado en el cartel:
“Se presentará El trovador a cargo de las señoritas doña Ángela González y doña Ángela Peralta. El talento musical y la voz hermosa y simpática de entrambas jóvenes apreciables son bastante conocidos en los salones de México. Los demás papeles principales serán desempeñados por los Sres. D. Manuel Arrigunaga, D. Antonio Balderas y D. Constancio Tonel. La dirección de la ópera está a cargo del Sr. profesor D. Agustín Balderas”.
En síntesis, se afirma que el programa será “brillante y digno de memoria en los fastos de nuestras artes” y es tal el deseo por escuchar a las nuevas voces que hay espectadores que compran boletos a sabiendas de que deberán permanecer de pie. Ni así es suficiente, y el día previo se incrementan en doscientas las entradas para alegría de las filantrópicas damas que esperan disponer de recursos adicionales para cumplir su tarea con los menesterosos.
—Angelita, ¿no tienes miedo? —inquiere Rosalinda.
—¿Miedo a qué?
—A que estaremos frente a una multitud que atemoriza a cualquiera. Hay noches en que me despierto sudando y con las manos apretadas, y eso que mi papel es en los coros y ni siquiera sé si mi familia me verá desde sus butacas.
—A mí no deja de provocarme unos pocos de nervios. Será la primera vez que ingrese por la puerta de los artistas, sin cruzar el vestíbulo ni buscar mi asiento. Eso me llena de emoción, pero quizás sea la primera y última oportunidad en que lo haga.
—No, Angelita, te aseguro que tendrás otras oportunidades para recorrer los camerinos.
Rosalinda lo afirma sin poseer la ambición de Ángela y Mariana de convertirse en artistas. Lo suyo, su vida, es formar una familia con por lo menos tres hijos, que si llegan a cinco aceptaría hasta siete.
—Lo que me gustaría es que me hagas un enorme favor, sin compartirlo con nadie. ¿Crees que sea posible?
—Solo dilo, sabes que siempre te acompañaré.
—No es nada prohibido ni que deba preocuparte. Lo que necesito es que te muevas por el escenario para descubrir hasta dónde alcanza mi vista.
Mientras miden distancias sus compañeros corren por el patio en busca de la ubicación de la piedra hueca que se colocó al iniciar su construcción. Contiene una caja del tiempo con valiosas monedas, discursos y un ejemplar del diario El Siglo Diez y Nueve, un tesoro semejante al de los piratas.
Llega la fecha esperada y boleto en mano, mostrando su impaciencia por traspasar el majestuoso pórtico, la concurrencia se hace sentir en la calle de Vergara con suficiente anticipación. Las puertas se abren en punto de las siete de la noche y los espectadores atraviesan la majestuosa calzada de acceso decorada con dalias, camelias y naranjos, propia para una gala de u compañía italiana. En breves momentos dos mil trescientas noventa y cinco personas abarrotan las setecientas lunetas de patio, ochenta y un palcos, ciento veinte lunetas de balcones, seiscientos cincuenta asientos de galería y ciento once asientos de ventilas, sin contar la asistencia que se apila en pasillos y corredores. En un extremo, provistas con bandejas de plata y bajo las luces de finos candelabros, “algunas de las más ricas y hermosas señoritas de la capital, lujosamente vestidas y cubiertas de alhajas” invitan a ofrendar un óbolo para los pobres. Son de apellidos importantes: la señora Rubio y Dolores del Río de Sagaseta, sin faltar doña Carlota Escandón, entre otras.
Mientras mi padre permanece en las escalinatas con Manuelito, madre me acompaña a la entrada posterior. Extraño pasar bajo la hermosa fachada con sus cuatro columnas corintias y el pórtico que comunica con las dos casas vecinas, en donde se encuentran el café, la nevería y un hospedaje. Al dejar atrás la puerta de los artistas me convierto en una privilegiada que sortea el laberinto que conduce a los camerinos. Es mi sueño. No me intimidan el enorme escenario ni los treinta y dos vestidores, tampoco los salones de sastrería y decorados. Aspiro el añejo aroma, imagino el perfume de las divas y el agua de colonia de los tenores. En minutos seré Leonora y me encomendaré a la madre de México, a la Virgencita del Tepeyac, para que mi maestro compruebe que sus desvelos han valido la pena.
En punto de las ocho y media de la noche la orquesta regala sus primeras notas. Esta noche se sabrá si el país tendrá figuras que en un futuro den batalla a las divas italianas y superen lo logrado por la señorita Amat y la señora Cosío. La música envuelve el ambiente, los personajes cubren la escena, la asistencia guarda orden y silencio, todo lo contrario al esfuerzo que habitualmente tiene que hacerse. Tras bambalinas, Ángela se mantiene a la espera del segundo acto. Intenta descubrir lo que las prima donnas experimentan noche a noche cuando, antes de elevar la voz para subyugar a la audiencia, admiran la elegante sala para intuir el ánimo de los diletantes; solo así se convence de que pisa el mayor escenario nacional. Los acordes son los suyos. Toma aire y entrecierra los ojos mientras sus canillas se estremecen anticipando el reto.
Sucede la magia. La reciben con un aplauso que se prolonga; caen flores y poesías sobre el escenario. Son las primeras que recibe y eso la emociona, pero no pierde la compostura, se concentra para representar su personaje con una seguridad que no se espera de una novel intérprete cuyos pies jamás se han deslizado en un recinto de tanta suntuosidad. Llega el momento en que confiesa su amor por Manrico, y canta con emoción mientras los asistentes la siguen en el cuadernillo con el libreto. Antes de relajar los nervios Balderas espera a que interprete “Tacea la notte placida”, uno de los pasajes de mayor complejidad. Al escuchar la última nota respira hondo y confirma que su elección fue la correcta. Ángela logró adueñarse del escenario, se transformó en Leonora y es capaz de sostener el papel con el dramatismo que Verdi imprimió al personaje. Aliviado, sus labios dibujan una complicidad que anuncia un largo futuro com- partido. En su mente revolotea la propuesta que quedó suspendida a la muerte de la señora Sontag y se compromete a acompañarla en pos del triunfo.
Dos horas y media después el éxito es rotundo y su destino ha quedado marcado con tinta indeleble. Angelita y María de los Ángeles comparten la gloria y agradecen los aplausos. Con su educada voz de contralto María de los Ángeles interpretó los difíciles pasajes con decisión, expresando la bravura que impone el personaje de la gitana Azucena. La compañía en pleno recibe nutridos aplausos y sonoros ¡vivas! bajo un diluvio de papel picado. Todos se esforzaron para lograr una noche imborrable. En el escenario hay flores, versos y coronas, y las dos derraman abundantes lágrimas mientras ofrendan el triunfo al maestro Balderas, a quien la asistencia reconoce sus enormes méritos. Consciente de la importancia del momento y haciendo gala de discreción, Ángela gira la mirada para encontrarse con la de su maestro y exhala la contenida emoción al recibir la aprobación esperada. El festejo continúa y se celebra de manera especial la participación del doctor Antonio Balderas; es una pena que cante ocasionalmente, que se dedique en cuerpo y alma a la medicina, pues muchas son sus cualidades interpretativas.
No menos importante es que se recaudan cuatro mil quinientos pesos que al momento se ponen a disposición de la Sociedad de San Vicente de Paul, cuyas representantes muestran sinceras y emotivas lágrimas ante las voces que piden más funciones, porque son muchas las personas que no alcanzaron lugar, y el éxito debe repetirse para socorrer lo mismo la casa de niños expósitos que otras instituciones dedicadas a los menesterosos, lo que por el momento no es posible comprometer, aunque se verá más adelante.
Muy de mañana Manuel sale a conseguir los diarios, no dejará de leer una sola tinta que hable de su hija. Cuanto antes quiere abrir la tienda para escuchar los comentarios de sus clientes y amigos. El primero en aparecer es el gordo Infante, seguido por Roubiére y Juvenal, mientras que Obregón manda a un propio para disculparse por tener que asistir al hospital. Con abrazos y risas festejan al amigo Peralta recordándole sus desvelos y aflicción por los dineros invertidos. Cuando revisan la prensa les sorprende que uno de los críticos, el de La Sociedad, se ensaña acremente con Verdi. Lo acusa de ser un compositor que trata la voz como si fuera un instrumento metálico; lo llama destructor de cantantes y le recomienda al maestro Balderas que por su brillante porvenir no elija sus obras:
“… no sea que las contorsiones y esfuerzos a que este compositor sujeta a laringes y pulmones, apaguen o marchiten el delicado timbre y el expresivo canto de tan distinguida virtuosa. Su voz es más propia para la ternura y melancolía de Bellini, para la gracia y facilidad de Donizetti”.
—Por supuesto —aclara Juvenal—, que hace alusión al declive vocal de Giuseppina Strepponi, su esposa, que, a partir del estreno de Nabucco, al interpretar la dificilísima tesitura de la malvada Abigaille se lastimó las cuerdas vocales y tuvo que retirarse.
Como sea, Manuel prefiere quedarse con lo expresado en La Sociedad: “Posee la Srita. Peralta una voz de timbre delicado y simpático, bastante extensa, sobre todo, homogénea. La naturaleza y el estudio le han dado una notable agilidad, una ejecución correcta, suma precisión y facilidad en las ejecuciones, y abunda en sentimiento y expresión. Es, pues, una aficionada muy superior, y su porvenir tan brillante, cuanto que siendo muy joven, alcanza ya un mérito poco común; no dudamos, pues, que bajo una dirección hábil y juiciosa desarrollará completamente sus cualidades naturales y adquirirá con la edad mayor volumen de voz”.
Josefa hace lo mismo y recorta dos sonetos de mucho elogio que coloca en el álbum que fabricó para recoger las notas de prensa de su hija. Espera que este, que ha sido su primer éxito, sea el eslabón de una larga cadena, como apunta el autor que se identifica como r. i. e.:
Al aire dando tu candor sonoro
más grato que el perfume de las flores ángel pareces del celeste coro
ensalzando al Eterno en sus loores. De tu riqueza armónica el tesoro imita de las aves los amores,
y el alma vierte de ternura el lloro al escuchar tus cantos vencedores. Hoy del genio la mano cariñosa
te enseña de las artes el camino
todo sembrado de azucena y rosa.
De tu naciente gloria el sol divino eterno alumbre la carrera hermosa que hoy a tus ojos descubrió el destino.
El segundo de ellos impacta profundo en su ánimo. Es un reconocimiento a lo que se ha empeñado en transmitirle, los valores propios de una señorita com- prometida con el prójimo. Quisiera agradecer al autor, pero este permanece en las sombras bajo las siglas l. g. o. Ante las lágrimas que empañan su vista no puede hacer más que releerlo:
Bondadoso quiso prodigarte el cielo, / dones que raros en la tierra existen, / ciñó en tu frente la Piedad su velo, /
y el genio hermoso y el amor te asisten. Virtud y caridad en dulce anhelo / con sus galas lindísimas te visten, /
y te ciñe la Fama y lo pregona, /
de gloria y virtud doble corona.