Bebí la tercera taza de café turco consciente de cómo el músculo cardiaco se revolucionaba y se exigía más de lo que la prudencia aconseja, aunque no por ello dejé de aspirar con deleite el cigarro rubio que me recordaba los malos humos de la juventud cuando adquiría tabacos ovalados, sin filtro, los baratos, que seguramente llevaban mezclas de pastura para compensar los centavos que costaban en los estanquillos de la colonia popular en la que crecí, a la que regresé ya grande porque sabía que siempre sería un hombre de rutinas, de las que imprimen seguridad, para dedicarme con tranquilidad a divagar por los rincones de la mente.